Falleció Abel Estévez: Su recuerdo “Canario”

Escribe: Hernán Sotullo.
Especial para ZoomDeportivo.

Abel en el centro de la fila de abajo, hincado, con la pelota en sus manos.

A los 90 años ha muerto Abel Estévez, el último caudillo peronista, el que irguió como nadie la bandera de la justicia social, corazón de la corriente política a la que adhirió, y la entraña de sus sentimientos. Los mismos que lo llevaron a insertarse entre los que sufrían la desigualdad de pertenecer a una franja de desvalidos para acompañar sus esperanzas y no dejarles agonizar la ilusión de un futuro más amigable.

No le negó el amparo a ninguno de los muchos que acudían a verlo como en misa. Sabían que, Abel o “El Petiso”, desde la generosidad de su bolsillo, como la del abrazo y el afecto, le abriría la puerta a su necesidad, a veces tan acuciante como la de permitirle comprar un medicamento, pagar un viaje que no admitía demora, una factura de luz o cualquier otra deuda pendiente, ser garante de un alquiler, arrimarles alimentos o abrigos a hogares sin recursos, o apelar a algún contacto que le diera trabajo a un desocupado.

Apenas escasos ejemplos, de tantos otros que multiplicaron el tendido de su mano abierta, como cuando costeó de su peculio la construcción de viviendas que destinó a familias en situación de extrema pobreza, una de ellas, a un
barrendero municipal. O asistirlos espiritualmente en sus infortunios, como sus repetidas visitas a los detenidos en la comisaría, a los enfermos internados en el Hospital, o a los mayores hospedados en el Castella.

Quienes lo conocieron bien sabían que semejantes gestos de nobles desprendimientos estaban por encima de cualquier afán electoralista, porque para Abel fue una conducta de vida que ejerció hasta cuando las urnas estaban
“bien guardadas” como recitaba el funesto general Galtieri, en un fallido presagio de que el ejercicio del voto en la consagración de la democracia quedaría sellado para siempre.

Moldeado a si mismo
Estévez tuvo la virtud de ser un hombre hecho a sí mismo, escalando desde una infancia de estrechez, para ingeniárselas desarrollando su espíritu emprendedor, fomentado por su carisma, simpatía, intuición y picardía, para saltar hacia una condición más holgada para progresar y vivir con mayor prosperidad, desde la que volcó su asistencia a otros, agotados en sus posibilidades de una vida mejor.

Su identidad ideológica con el peronismo venía desde temprana edad. Siendo cadete de una escribanía, pidió permiso para salir, y marchar como tantos cuando el 19 de febrero de 1946 hacía una parada en la estación del ferrocarril de Trenque Lauquen el tren que conducía a Juan Domingo Perón en los finales de la campaña electoral que días después lo llevarían a triunfar en las elecciones y erigirse como Presidente del país, por primera vez.
Militó en sus filas, llegando a ocupar cargos expectantes, como titular del partido en el distrito, congresal, concejal y diputado provincial, aunque no lograría alcanzar su pretensión más deseada: la de ser intendente, tras un doble intento por lograrlo. Fue esa su mayor contrariedad, porque en su cabeza rondaban mil proyectos para hacer felices, sobre todo, a “sus descamisados”, tan iguales a él, cuando en sus valijas empacó su infancia de carencias.

Valorado con afecto por la oposición, expresó como pocos su estremecimiento por el peronismo cuando en 1983, en el comienzo de la nueva etapa democrática, cantaba con sus seguidores a voz en cuello la marcha partidaria, en una postal que los mostraba alzando sus brazos con los dedos de sus manos en “V”, mientras las lágrimas les surcaban el rostro, para tallarlos en la intensidad de sus devociones. Entre sus logros, debe computársele la recuperación del histórico edificio del PJ del bulevar Villegas.

Su identificación partidaria lo obsesionó al punto de contratar al cantor Hugo del Carril, la voz de la Marcha Peronista, para inaugurar la “Galería Suyai”, su emprendimiento inmobiliario, y lugar de su residencia. Y  consideraba, envaneciéndose, que “ser peronista” constituía una categoría de pureza para diferenciarse de los advenedizos y oportunistas llegados ocasionalmente al movimiento. Sólo faltaba esa taxonomía indeleble escrita en su partida de nacimiento.

También la pertenencia a sus amados colores de Monumental, equipo para el que jugó como delantero, mientras se ocupaba de otras tareas dentro del predio. Se enorgullecía de haber visto crecer pacientemente los árboles, a los
que no olvidaba regalarlos durante las noches. En el club también conoció a quien luego sería su esposa Gladys Mieres, que allí enseñaba catecismo, y en el transcurrir del matrimonio ambos completaron la familia con la llegada de sus cuatro hijos: Juan José (Juanjo), Mónica – que heredó su fervor político, siendo concejal y diputada provincial -, Gustavo y Sandra, prolongada en una prole de nietos y bisnietos.

Alma de líder
Abel ya descansa de las cotidianas luchas y de una vida política intensa, sometida en ese ruedo a todas las implicancias que la actividad suele deparar de un modo dispar, la de compartir palcos y despachos con los actores más salientes de su espacio, y de confrontaciones, a veces, con inclemente fuego cruzado, en el duelo que propone con ingratitud el barro de la política, pero que seguramente no le dejaron heridas que no pudiera cauterizar, ni le pusieron cerrojo a su espíritu combativo, en el que moldeó su esencia de líder.

Muchos lo recordaran ahora a Estévez en sus más diversas dimensiones, pero nadie podrá ignorar que en una de sus mejores expresiones encumbró a la política como una herramienta de servicio y de solidaridad. Allí puso su acento
identitario, donde también influyó su visión cristiana que en palabras de Jesús plantean que “el que quiera ser grande, que se ponga a servir”.

En la perduración de ese pensamiento se inscribe su tenacidad para que Beruti tuviera un hogar para adultos mayores, al que naturalmente denominó “Evita”, como también la de erigir, junto a un grupo de amigos, la Ermita a la Virgen del Desierto, al costado del cruce del acceso Perón y la ruta 33, reafirmación de sus creencias espirituales.
Alguna vez, Arturo Jauretche escribió con originalidad que el caudillo federal fue el sindicato del gaucho. Extendiendo ese razonamiento, también podría afirmarse que Estévez simbolizó el sindicato de aquellos a los que las mezquindades de la vida pusieron en situaciones de escasez e inferioridad.

Muere a menos de 48 horas de ser recordado el medio siglo de la partida física del general Perón. Como un mensaje del destino, peronista hasta el último suspiro. En su llegada al espacio infinito ya lo están recibiendo Ciglia, Aguilera, los Díaz, Merino, Lucchelli, Vilbazo, Raquel Vallaud, Llera, Pérez, las hermanas Ressia, Dora García, los Dellavedova, Cabrera, Laiglecia, Matilde Amigo, Badino, y tantos otros, con los que compartió el derrotero político bajo el mismo credo. En ese Olimpo peronista, ahora sólo se escucha en un unísono y estentóreo vocinglerío: “¡Viva Perón, carajo!”.

Abel con el botiquín, junto a futbolistas de la primera de Monumental y árbitros, en 1951.

Su vida, entre recuerdos
De vendedor callejero de ciruelas y flores, de la quinta de su abuela, a cadete de una escribanía; de empleado de la compañía de seguros “La Primera” a propietario de un corralón de muebles y objetos usados y martillero; todas etapas preliminares antes de emerger Abel Estévez como el más notorio dirigente y conductor del peronismo de Trenque Lauquen de las últimas décadas.

Fue el segundo de cuatro hermanos. Hijo de Juan, empleado municipal, y Rosa, ama de casa. “Mi padre se hizo la casa a empujones – decía – porque entonces no te daban nada, y hasta que pudo hacer los pisos, dormíamos en la tierra”.

“Muchos no me creen cuando les digo que para nosotros abrir un tarro de duraznos era sólo para el festejo del fin de año. Era así, no les macaneo”. “Juntábamos huesos y vidrios, y después de venderlos, con ese dinero nos pagábamos la entrada del cine para ver las películas de cowboys que daban los lunes”.

“Todos los años le pedía a los Reyes una bicicleta, pero apenas me dejaban una pelota de goma y un papelito que me decía que el año próximo me traerían la bicicleta con la que soñaba. Ya más grande quería tener un sobretodo, y lo tuve, pero a los pocos días pasó un viejito pobre tiritando de frío, y se fue con mi sobretodo”.

“El fútbol fue el pasatiempo preferido en el barrio, en la calle y hasta la noche. Llegamos a formar un equipo imbatible que lamamos “El Taladro”. Yo era del montón, pero alguna picardía tenía. Después jugué en  Monumental”.

“Si me reencarnara volvería a vivir en el barrio donde nací, porque uno comparte más y entiende mejor los problemas de la gente dentro de un barrio”.

Uno de los dirigentes gremiales por el que mayor admiración profesaba fue Saúl Ubaldini, a quien deseaba fervientemente conocerlo. Un amigo trenquelauquense, logró que lo recibiera durante media hora en la oficina que ocupaba en el edificio de la calle Azopardo de la Capital Federal, desde donde ejercía el cargo de Secretario General de la CGT. Salió emocionado. Le reconocía su peronismo acendrado, su origen humilde, y su conducta apartada de cualquier eriquecimiento espurio. Casi que lo veía como su espejo. El sindicalista – una rara avis en la
constelación gremial – murió pobre, al punto que sus amigos debieron pagar su entierro.

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